Política local, violencia y Estado. El caso de Luis Fernando Almario.

La historia de este dirigente político del Caquetá muestra cómo los poderes locales interactúan en medio de la violencia con el poder central y con diversos actores legales e ilegales. Es una historia muy distinta de la que pintan los grandes medios nacionales.

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Alejandra Ciro

De Luis Fernando Almario, cacique electoral del Caquetá durante casi 20 años, se ha dicho que es el único político acusado de tener vínculos tanto con organizaciones paramilitares como con las FARC.

En efecto: a Almario se le sindica de estar detrás del asesinato de los últimos miembros de la familia Turbay Cote, asesinato que las FARC llevaron a cabo en el año 2000, y de negociar presupuestos y cargos públicos con paramilitares de la región.

Estas circunstancias, unidas al uso de prácticas clientelistas, han convertido a Almario en el prototipo de cómo se perciben los poderes locales desde el centro del país: como corruptos, clientelistas y violentos.

Esa percepción hace parte y refleja la tendencia de los medios masivos – y de muchos dirigentes y analistas que miran al país desde sus oficinas en Bogotá- a presentar tanto el conflicto armado como la pobreza de las regiones como si fueran consecuencias de una situación causada por políticos locales que están fuera del control de un centro asociado con lo moderno y con el respeto por la ley, políticos corruptos que habrían “capturado” al Estado en la periferia.

Pero cuando uno se acerca al funcionamiento de la política en el ámbito local encuentra que estas percepciones distan de la realidad. No se trata de dicotomías entre buenos y malos, demócratas y autoritarios, honestos y clientelistas, sino de entender cómo funciona la política en el ámbito local

En vez del “blanco y negro” que caracteriza la visión del centro sobre las relaciones entre los políticos y los grupos ilegales en las regiones periféricas, lo que se encuentra (según expresión de un político no almarista) son “unos tonos grises muy berracos”.

La influencia del Estado en el Caquetá ha estado entrelazada con la de los poderes políticos locales. Antes de la Constitución de 1991 este entrelazamiento era encarnado por Luis Hernando Turbay Turbay, cuyo poder reflejó lo que Francisco Gutiérrez ha llamado “el período de oro de los barones departamentales”.

Con las políticas descentralizadoras, la elección popular de alcaldes, la Constitución de 1991 y la muerte por infarto de Hernando Turbay, un nuevo momento político llegó al Caquetá. Luis Fernando Almario supo aprovechar las nuevas reglas de juego y, sin haber sido turbayista, fue un alumno aventajado de Turbay y consolidó una política de patriarca a quien la gente del común le debe muchos favores.

La labor de un político como Almario en el Caquetá, según él mismo ha dicho, fue la de representar a una “región olvidada” para que el Estado hiciera presencia real en aquellos territorios. Gracias a su poder como congresista con buenas conexiones en la esfera nacional y a su control sobre las entidades prestadoras de servicios públicos, Almario podía cambiar votos por obras o por acceso a esos servicios.

Pero el papel de Almario no fue el de un simple intermediador, como si el proceso de expansión de la presencia estatal fuera de una sola vía, o como si el centro ampliara su radio de dominación a lo largo de unas regiones receptoras pasivas. Tanto el centro como la periferia van siendo construidos a lo largo de este proceso pues, como explica Ingrid Bolívar, ninguno de los dos es un ente aislado sino que ambos se van constituyendo a partir y alrededor de sus interacciones recíprocas.

No se trata entonces, como dicen la Misión de Observación Electoral o la Fundación Arcoiris, de que Almario haya “capturado” al Estado. Esto supone que el Estado es olímpico o autónomo, que es por entero ajeno a la región, y que no tiene historia. Pero en la realidad se trata de cómo poderes como el de Almario se han configurado al tiempo que han configurado el poder del propio Estado.

En tanto la política se entiende como una forma de lograr que el Estado “haga presencia”, las relaciones y las negociaciones se vuelven claves y, como buen jugador de la política colombiana, Almario fue muy hábil en el manejo de las relaciones.

De él se dice en la región que era un “avión” en estos temas. Una persona entrevistada por  El Tiempo dijo que “ahí donde hay un chanchullo en el Congreso está él. Estuvo en el proceso 8000, él, siendo conservador, era samperista [presidente liberal] y estaba en ‘Conservadores con Samper’”.

Si se trata de conseguir recursos para llevar a la región, la ideología política tiene muy poca importancia. Por eso Almario, como buen barón local, siempre estuvo alineado con el Gobierno nacional, al tiempo que hacía uso de un muy amplio abanico de avales (incluso llegó a utilizar el del movimiento afrocolombiano).

Pero no es suficiente denunciar el clientelismo detrás de estas prácticas. Más allá de acusarlo de corrupto o de clientelista, hay que pensar en el diseño del sistema colombiano que hace que la política opere de esta forma. Así funciona la política en las regiones,  y así se ha configurado el Estado-nación. Como decía  Malcolm Deas en sus notas sobre el caciquismo en el siglo XIX, este no es un tema moral, es un tema de diseño institucional.

Las anteriores prácticas políticas en un contexto tan violento como el de Caquetá de las últimas décadas convierten el ejercicio de la política en una actividad de mucho riesgo.

La violencia ha estado intensamente presente en el Caquetá. Las FARC han tenido asiento en el territorio desde su creación en 1964 y han mantenido una zona de retaguardia en la región. Esta realidad hace todavía más compleja la relación entre la insurgencia y la población, que por su parte no se reduce tampoco a la dicotomía entre coacción y consentimiento.

Durante muchos años se ha dado la coexistencia entre pobladores y guerrilleros, que marca la vida cotidiana en el departamento, y que no puede ignorarse en el momento de  entender la relación entre los actores políticos en esa parte de Colombia. Nuevamente, aquí no se trata de blancos o negros, sino de unos “tonos grises muy verracos”.

Sin llegar a decir si Almario tuvo o no vínculos con las FARC, es un hecho que durante la década de 1990 la actividad política en Caquetá fue mediada en gran parte por las relaciones con los actores armados ilegales.

A este equilibrio ya peligroso se le sumó el ingreso del paramilitarismo. Las AUC comenzaron a operar en el Caquetá  en 1998, y llegaron a tener amplio control sobre la zona sur del departamento hasta su desmovilización en 2006.

¿Qué hace un gamonal local cuando el departamento donde opera está divido entre dos grupos armados? Mantener ese equilibrio es muy complicado y algunos aseguran que a Almario ese equilibrio le estalló en las manos.

Hoy Almario está preso y su poder político está menguado ostensiblemente, pero en el Caquetá lo han sucedido otros políticos que han sabido ejercer las mismas prácticas de su antecesor.

Los procesos electorales que se avecinan son una oportunidad para llamar de nuevo la atención sobre la comprensión de las lógicas que operan en la política local.

Pero no para denunciarla como pre-moderna, clientelista y violenta, sino para identificar las estrategias que deben desplegar en el intento de crear instituciones que representen en igualdad de condiciones a todo el pueblo colombiano.

Los estudios desde la región tienen mucho que decir.

Texto publicado originalmente en RazónPública.

+Coordinadora de la línea de investigación en institucionalidad local y poder político. Es historiadora de la Universidad de los Andes, mágister en estudios políticos de la Universidad Nacional de Colombia, docente e investigadora del centro de pensamiento A la orilla del río. En 2015 fue ganadora de Mención de Honor de la Fundación Alejandro Ángel Escobar por su tesis “Unos grises muy verracos. Poder político local y configuración del Estado. Caquetá, 1980-2006”. Consultora independiente.

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