De historia, males y elecciones

Indagar, poner en tela de juicio, hurgar hasta lo más profundo cada detalle, cada propuesta, cada palabra que surge de las bocas de quienes anhelan ser nuestra representación en el ejercicio de gobernar es un llamado evocado desde el cambio y la esperanza, y así, solamente así, suscitar a la razón más allá de la pasión que evoca esta política sucia y corrosiva, para determinar desde nuestras propias manos el desenlace de nuestra incesante historia algo lacerada por este status quoque parece no acabar. 

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Juan David Durán*

Las elecciones en Colombia siempre han marcado un hito importante en la cotidianidad de sus ciudadanos. Ciudadanos de todas las edades, razas, credos, formas de pensamiento y demás componentes constituyentes de esta sociedad: de su aparato institucional, de su legalidad; de su habla, de sus costumbres y tradiciones; de esta Colombia inmersa en los sabores de sus mares, en el gris característico de las mañanas instauradas bajo el raudal de los Andes, de las llanuras florecientes iluminadas por el sol de los venados, del trópico amazónico y su diversidad ancestral acuñada bajo el entorno telúrico forjador de vida; de sus gentes que a su vez son una misma gente, la colombiana.

Desde temprana edad nosotros, los colombianos, hemos sido introducidos a esta política única gracias a la enseñanza que los ejercicios de sufragio impartidos desde las instituciones educativas poco a poco se nos han instaurado (sea ya la elección de un representante estudiantil, sea la elección de un personero) para acuñar en nuestro ejercicio mismo la decisión responsable de votar por aquellos con quien se siente afinidad (sea por la representación ideológica, sea por el tipo de propuestas que enmarcan su accionar político) en la madurez de nuestra existencia. Una política que en sus comicios ha logrado en los corazones colombianos suscitar pasiones ideológicas, enarbolar y poner al desnudo el papel de los candidatos de acuerdo con su compromiso social, acudir a la grandeza de los valores y sentimientos colombianos representados en los partidos políticos, declinar el paso de la violencia en la conducta misma de este pueblo y garantizar la paliación a las necesidades forjadas en el interior del territorio nacional.

Lo anterior, claro está, como un esbozo del deber ser totalmente contrario de una realidad sumida en perpetuos males nacionales. La exclusión social continua a las poblaciones más vulneradas (indígenas, afros, campesinos, habitantes de calle, LGTBI), la corrupción, el clientelismo político más feroz jamás visto, la crisis perenne de nuestro sistema judicial y de la economía nacional, la pobreza, el desempleo progresivo, la desprotección a nuestros recursos naturales y la intensificación de la explotación a los mismos, el narcotráfico y la proliferación de los residuos que los grupos paramilitares y guerrilleros nos han ofrendado, la violación a los derechos humanos, en fin, solo por nombrar algunos, son los mayores males engendrados en el seno colombiano cuyo fin no ha sido posible avizorar, no al menos que las elecciones, como punto central de este artículo, se revistan de una importancia transparente en el imaginario colombiano para dar paso a un giro rotundo de 180 grados.

Desde tiempos memoriales cuando se concretó la independencia y con ello la noción promisoria de una tierra libre y democrática, hasta nuestros días donde los niveles de participación política en los comicios legislativos por primera vez representaron una cifra inquietante y en aumento, contraria a la desidia del común por ejercer su derecho y su deber de votar constante desde años atrás, los períodos electorales siempre se han blindado de importancia y escena. Períodos cuyo papel ha estado definido bajo el accionar de la cúspide partidista, seno social que desde su conducta permite comprender el valor de su vitalidad para el mecanismo.

Remontémonos pues al origen de este entramado. Año 1819 y pronto en Iberoamérica las secuelas de la Revolución Francesa a nivel mundial comienzan a dar frutos. El Virreinato de Nueva Granada se ha visto involucrado en una rebelión independentista al mando de un grupo de criollos cansados de no ser reconocidos por la Corona Española y cuya hambre y deseo por gobernar las tierras donde nacieron se fue incrementando, sin contar con las voces constantes del Norte que replicaban el concepto “República”. La independencia fue la victoria en resultado y la noción por conformar un cuerpo público, una cosa común, para la gobernanza de la Gran Colombia no se hacía esperar. Sin embargo, y con el transcurrir del tiempo en el desarrollo por construir Estado, los sucesos de violencia a gran escala entre quienes en principio se dividieron por grupos apoyando los ideales de Bolívar y Santander, para dar paso más adelante a la institución de los partidos tradicionales, pronto cobraron representación y la vida del pueblo colombiano durante el siglo XIX hasta principios del siglo XX con las guerras civiles careció en todo sentido de estabilidad y bienestar. Carencia de estabilidad, armonía y bienestar prolongada incluso hasta hoy, pasando por un siglo XX lleno de expresiones repudiables (crímenes atroces sumados a los escándalos de corrupción) por todo el territorio donde los partidos tradicionales, ahora ramificados y a través de ese mismo Estado en construcción, adujeron una vez más la inestabilidad dentro de la constitución social, política y económica del país.

La política fue punto de condensación para concretar luchas y violencias en todo el territorio nacional respecto a las disposiciones políticas de los partidos tradicionales liberal y conservador; partidos que a su vez aglutinaron en los corazones de sus partidarios espíritus apasionados ligados a las relaciones directas entre los jefes naturales y sus bastiones electorales. Voces mesiánicas de una clase dirigente cuyo papel orientador y patriarcal se proyectaron en función de salvaguardar los principios morales de la nación y sus intereses particulares por encima del bien común, disputándose siempre el poder público y sus diferentes ramas para así lograr ser amos y señores por los siglos de los siglos de esta patria y sus recursos. Así, la confrontación bélica y los períodos electorales fueron los extremos del movimiento pendular político que en el mismo sentido gozaron de una relación proporcional directa: si por las vías electorales de la política no se llegaba al poder, la violencia era el recurso inmediato a recurrir para acceder a ella.

Con las diversas modificaciones que ha sufrido el sufragio en Colombia[1], su práctica no ha reflejado una institución correcta y facultativa que represente los postulados filosóficos de la democracia en la realidad nacional hoy. La clase dirigente, como lo ha hecho durante tanto tiempo, vive desligada de quienes representa. Líderes que ejemplifican lo que hace años Jorge Eliecer Gaitán definió como “país político” y “país nacional”, donde el país político se nutre y abastece a partir del país nacional buscando el beneficio propio por encima del bien común. Y la corrupción, que cada día crece y se renueva dentro de las nuevas generaciones, continúa pululando desde los centros de la nación hasta sus lugares más recónditos. Desviación de recursos públicos, coimas, adjudicación de contratos públicos sin licitaciones transparentes, desfalcos al herario público, anunciando los más importantes, son prácticas desfavorables para la sociedad colombiana vistas como algo cotidiano y normal, donde la justicia es cómplice y la sociedad, una vez más, muda.

La plaza pública ha retomado su antigua vitalidad. Los candidatos poco a poco han retornado a ella y con esto, nuevamente la comunicación entre líderes políticos y pueblo ha ido entablándose. Retórica y discurso; el poder de la palabra instado a llamar la atención y la participación de un pueblo acéfalo, errante y a la deriva precisamente por su paupérrimo ejercicio de sufragio; de una carencia total en su imaginario para la consolidación del poder democrático nacional bajo el letargo de su desidia y resignación. Es el momento hoy para lograr una transformación en nuestra realidad. Indagar, poner en tela de juicio, hurgar hasta lo más profundo cada detalle, cada propuesta, cada palabra que surge de las bocas de quienes anhelan ser nuestra representación en el ejercicio de gobernar es un llamado evocado desde el cambio y la esperanza, y así, solamente así, suscitar a la razón más allá de la pasión que evoca esta política sucia y corrosiva, para determinar desde nuestras propias manos el desenlace de nuestra incesante historia algo lacerada por este status quoque parece no acabar. 

 

*Politólogo de la Universidad de San Buenaventura, Bogotá. Apasionado por la historia, las costumbres, tradiciones y relatos; los imaginarios, las letras, la música y demás componentes que han definido la cultura colombiana. En resumen, un parroquialista situado en los años que acontecieron sus antepasados viviendo en una temporalidad totalmente distinta. Obstinado y radical, un soñador más que quiere vivir la transformación de la realidad en Colombia.

[1]para una mayor aproximación de la historia del sufragio en Colombia, ver https://registraduria.gov.co/-Historia-del-voto-en-Colombia,2352-.html

Imagen de portada: 13 de junio o la salida de Laureano. Débora Arango.

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