Echar raíces en medio del conflicto armado

¿Cómo hacen las personas para mantenerse vivas en medio de una guerra de la que no hacen parte como combatientes?; ¿Qué hacen para sobrevivir a la violencia que pende sobre ellas continuamente?; ¿Cómo hacen para arraigarse en un lugar donde sus vidas pueden extinguirse en cualquier momento, a manos de distintos grupos armados? Prólogo del libro “Echar raíces en medio del conflicto armado: Resistencias cotidianas de colonos en Putumayo” de Andrés Cancimance que será presentado en Florencia el 31 de Octubre a las 2 pm en la Sala Guacamayas de la Universidad de la Amazonía Sede CENTRO.

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Myriam Jimeno*

 Abundan los libros, artículos y comentarios sobre el conflicto colombiano de las últimas décadas. Algunos buscan explicarlo desde la historia o la política, otros se detienen en ciertos aspectos o en las consecuencias terribles y desoladoras. Abundan los encuentros, seminarios, conferencias, coloquios y variadas formas de discusión y existen muy numerosas películas, videos, telenovelas, obras de teatro y de ficción. Las palabras se acompañan con frecuencia de cifras de la copiosa producción de las instituciones dedicadas al conflicto. Esta profusa cosecha comparte en su gran mayoría una misma narrativa que relata una larga historia de violencias e injusticias y se detiene casi con deleite en lo maléficos que podemos ser los colombianos. En cambio son escasas las menciones a la recuperación, la resistencia y los usos de los mecanismos culturales locales para enfrentar con éxito las situaciones críticas. Es cierto que en general es más llamativo el horror. Y su enorme atracción se incentiva por ciertas narrativas que circulan amplia y profusamente en nuestro medio. Según estas los colombianos tenemos una entraña monstruosa y deficiencias morales de larga duración. Esta es la narrativa dominante en Colombia y con ella se pretende explicar una amplia variedad de formas de violencia, sea en la cotidianeidad o en la esfera pública.

Es por eso que encontrar un texto que se aparta de esos lugares comunes y valora con alta sensibilidad los esfuerzos, grandes y pequeños, que hacen las personas del común para sobreponerse y aún para incidir gota a gota en los acontecimientos que les sobrevienen, es un gran soplo fresco. Andrés Cancimance valora el conocimiento local campesino para sobrevivir haciendo del silencio una estrategia de empoderamiento y resistencia. Esta es una novedad y un tributo a esas personas que se enfrentaron con diferentes agresores desde los recursos culturales de la cotidianeidad. Y salieron adelante, alentados por su orgullo de colonos que ya antes habían enfrentado a otros desafíos, tales como ir a buscar nuevas tierras y permanecer en ellas. Eso es lo que logra el texto de Andrés Cancimance. Reconocer las formas sutiles de resistencia y cómo hacen parte de un estilo de vida que valora ser elegante y ser un buen conviviente.

Cancimance nos hace un recorrido que comienza con su propio origen campesino y el empeño de sus padres por hacer vida en Putumayo, en “esas lejanías”, “en el monte”. No solamente porque esto tiene gran significado personal, sino porque en la fuerza de quien se hace colono, quien debe desafiar lo nuevo, reside la posibilidad de enfrentar adversarios superiores en fuerza y recursos.

En los años ochenta llegaron al Putumayo las primeras fuerzas insurgentes de la guerrilla de las FARC y con ellas nuevas reglas para las relaciones locales, recogidas entre otros, en un Manual de convivencia para el buen funcionamiento de las comunidades que tuvo vigencia entre 1982 y 2002. Es claro que los recién llegados se suponían con el derecho de decidir cómo debían vivir los campesinos con su oscuro corolario: castigar a quienes se salieran de los preceptos. Como bien lo recoge Andrés, ellos se impusieron como un “orden” nuevo que duró por más de veinte años y que generó nuevas reglas, nuevos conflictos y nuevas violencias: castigar a los “sapos” o a quienes se supone que lo sean, a quienes cometieran robos y desmanes, se negaran a pagarles tributos o a dejar marchar a un hijo para la “guerra”. Todos debían quedar inscritos en el libro de socios de las juntas de acción comunal y quienes no lo hicieran “la comunidad no se hará responsable de ellas” (citado en página 125). La reglamentación era detallada, valga un solo ejemplo: “para el uso de celulares, por medidas de seguridad, solo se permitirá tener máximo 2 por familia, pero estos deberán ser sin cámaras fotográficas. Le informarán a los directivos de la Junta [comunal] para su debido control” (citado en página 122).

Pero la presencia de la guerrilla no fue el único cambio en la región. La paulatina pero incansable expansión de los cultivos de coca y el comercio a su alrededor crearon nuevos desafíos, pues en palabras de uno de los colonos con quienes conversó Andrés, “el negocio era rentable, pero uno se exponía también a muchos peligros (…) peligros como que le robaran a uno la plata, que lo mataran por robarle” (citado en página 93).  En los primeros años “la venta de la merca [coca]” la hicieron comerciantes de los pueblos del bajo  Putumayo como Puerto Asís.

Pero con el nuevo auge desde mediados de los años noventa, la dinámica cocalera cambió y también llegaron nuevas fuerzas que no ocultaron su relación con las armas: “Con la llegada de la coca, se pasó de Puerto Machete [campesinos que se peleaban los domingos] a Puerto Metralla. Los conflictos se empezaron a resolver con las armas y empezamos a vivir una cultura narco” (citado en página 99). “Y la coca no solo hizo fuerte a la guerrilla, sino también trajo a los narcotraficantes y a los paramilitares. Y por eso digo que a partir de esa época vivimos con el conflicto armado” (citado en página 99).  Vivir en el conflicto; ¿cómo se hace posible vivir con él, cómo se habita un lugar violento? Estas fueron las preguntas que se hizo Andrés y que le respondieron numerosos lugareños, trabajadores, dueños de finca, pioneros de la colonización y la fundación de pueblos como Puerto Guzmán, mujeres amas de casa, comerciantes, agricultoras, jóvenes de las escuelas.

Las reflexiones que hicieron estas personas ante las preguntas de Andrés se articulan en una narrativa rica en mostrar la conciencia elaborada de los sucesos, las acciones deliberadas emprendidas en grupo contra los paramilitares en Puerto Guzmán y también las sutiles individuales como aprender a guardar silencio y tener el valor de tomar el riesgo de quedarse. Es decir, nada del panorama de solo desconcierto y terror que nos suelen dibujar por doquiera. Por supuesto las personas relatan con detenimiento y emoción sus dolores, miedos, fracasos y pérdidas, que fueron muchas por lo muy largo del vivir el conflicto armado en Putumayo. Pero el texto recoge los relatos que nos enseñan que el caos no se apodera de las vidas de los colonos y comerciantes locales sino que la gran mayoría lucha de forma permanente, durante más de veinte años, por retomar el control y para ellos acuden a estrategias culturales variadas que se ponen en máxima tensión y prueba. Y que tienen límites, por supuesto, como en el relato de un joven de una familia pobre que se enfrenta a otro que hacía parte de un grupo con armas y es asesinado en público de forma humillante, sin que nadie pudiera intervenir.

Aún así, lo interesante, lo que hay que poner de relieve, es que el dolor y el miedo son solamente algunas de las aristas del conjunto de sentimientos y experiencias. Quienes asumieron con éxito el riesgo de quedarse echaron mano de principios morales y estéticos que han estado de tiempo atrás incorporados como referentes de la conducta personal y son en buenas medidas deliberados y fuente de orgullo. Hacen parte de la identidad: ellos los denominan como la valentía, el ser neutrales, recurrir al silencio y ser buenos convivientes. Cada uno de estos es en realidad un repertorio amplio que orienta los pasos del sujeto para vivir en medio del conflicto y que requiere un gran esfuerzo cotidiano de reflexión, cuidados, autocontrol, ingenio y hasta picardía. No son meros sobrevivientes por azar o seres sin conciencia al vaivén de los acontecimientos. Andrés Cancimance destaca que en circunstancias extremas se echa mano de una estructura que les permite a los sujetos permanecer en su tierra y no solamente soportar el dominio sino también ejercer la resistencia. Él habla del sustento político de lo sutil. Echa mano de las teorías de James Scott[2]sobre la infra política de los desvalidos que se basa en resistencias cotidianas. Esa es la gran enseñanza de los colonos y campesinos del Putumayo que con tanto afecto nos trasmite uno de sus hijos.

 

*Doctora en Antropología, profesora jubilada como titular de la Universidad Nacional de Colombia, investigadora emérita de Colciencias.

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