Alma lustrada (poesía caqueteña)

CréditosFotografía: El Pará de Estefanía Ciro
El Pará. Créditos: Estefanía Ciro

Libardo Epia. Poeta caqueteño.

Su ligero cuerpo, frágil vida tierna,

hace aún más grande la cajita bajo el brazo;

sus manos niñas, ignorantes de juguetes,

ya son dos maestras del cepillo y la bayeta;

una leve sonrisa, mezcla de temor y anhelo, 

precede a la oferta para quien le mira:

¿Le lustro…señor

Así va recorriendo calles y mercados

bajo el sol que abrasa o con la lluvia a cuestas,

con la cara sucia, su estómago vacío,

la sonrisa limpia y su inocencia cercenada. 

Le sorprende la noche, junto a su fatiga,

lejos de casa y cerca del peligro;

cuando regresa de su jornada,

va pisando el polvo de la calle

o salpicando charcos, dejando la huella

de unos pies descalzos, sobre la inmundicia

que le acorta, su ya corta vida. 

La misma inmundicia que pisarán los zapatos

que hoy en la mañana recobraron brillo,

por cinco monedas que algún engreído

le dio al pequeñito, que agitadamente 

le siguió sus pasos para preguntarle:

¿Le lustro…señor

Llega un nuevo día y se oyen angustiantes gritos

que se vuelven llanto al salir de un tugurio; 

son de una figura que el sol ilumina,

mientras se va confundiendo por la avenida  

con otras iguales, niños de su misma edad;

se parece a ellos por su candidez,

pero se distingue de entre todo el grupo. 

Porque su camino no conduce hacia la escuela, 

porque su uniforme solo son harapos,

porque su morral está hecho de madera,

porque sus crayones son pasta para engrasar zapatos,

porque sus tareas a nadie le importan,

porque la lonchera, junto a su recreo,

fue arrancada un día de su diccionario.

Es él, acucioso alumno en la escuela de la vida,

que dice al maestro, cuando está en la calle,

como pretendiendo ser calificado: 

¿Le lustro…señor

Por ser un estorbo, según se le dijo,

fue sacado a fuerza de galante fiesta;

no pensó que fuera una actitud “grosera

el pretender desempeñar su oficio. 

Así lo explicaba el asustado niño

a ese policía que le tomó del brazo

para retirarlo de toda la gente

que sintió repudio, 

pues quizá su alcurnia podría ser manchada, 

por ese pequeño que entró de repente 

y con voz quedita solamente dijo

al dueño de casa, muy humildemente:

¿Le lustro…señor

Un día recogieron, tras de mucha espera,

a un pequeño niño que yacía en la calle;

su hálito de vida solo se advertía

si se le acercaba el oído a su cara,

– pero el mundo no tiene tiempo

ni escrúpulos para tanto –

así que lo entraron al primer sanatorio

en donde ángeles anónimos, 

vestidos de blanco,

le regresaron a la vida. 

Empero, no pudieron contactar  

visita para el convaleciente,

pues saben muy poco de esta personita,

de quien, durante el sueño,

de su balbucir solo se entendía:

¿Le lustro señor?   

Ya recuperado regresó a su oficio

pero fugazmente pues, según se supo,

sobrevinieron meses sin que se le viera

mientras alguien lo buscaba desesperadamente,

porque todas las noches sufría pesadillas,

en donde se veía tejiendo lazos de maltrato,

con los que azotaba a un cuerpito indefenso,

que en débil respuesta tomaba su mano

y tras de sentarle muy cómodamente,

le decía una frase que calaba el alma:

¿Le lustro señor?   

Aunque regresó y se mostraba igual de acucioso,

su cándida sonrisa se fue apagando lentamente;

dicen que una noche se quedó dormido

en la fría banca de un pequeño parque,

mientras que la gente huía de la lluvia;

su sueño profundo lo llevó a encontrarse

con una persona de actitud afable,

y por eso el niño, al verlo acercarse,

le dijo animado y sin temor alguno:

¿Le lustro señor?  

Aquel hombre bueno lo cargó en sus brazos

y le habló al oído, con palabras dulces:

No hijo, no me servirás a mí;

soy yo quien viene a servirte, 

lavaré tus pies, curaré tus heridas

y te llevaré conmigo, para que dejes de ser 

el triste lastimero que eres hasta hoy…” 

Ahora solo quedan curiosos recuerdos… 

quienes le infamaron con henchido ego,

quienes le explotaron de forma cobarde,

quienes le ignoraron con cruel egoísmo,

quienes le zahirieron con su ciega ira 

y quienes le vieron compasivamente…

al cruzar la calle o al llegar al parque,

dicen que han oído, muy de vez en cuando,

una campanita que va repitiendo,

casi imperceptible, con voz de ángel tierno:

¿Le lustro…señor?                                                    SOLOSE.

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