Del prohibicionismo a la soberanía constitucional: el falso dilema de la política de drogas

Por Yesid Doncel Barrera*

En Francia durante los años sesenta se gestó el denominado deconstructivismo. Esta corriente tuvo su mayor apogeo en movimientos artísticos y expresiones culturales como la música, la pintura, la arquitectura y el teatro. Pese a ello, y de la mano del filósofo Jacques Derrida, hizo su tránsito a las ciencias sociales como un intento por replantear todo el pensamiento occidental, ante las evidentes contradicciones lógico-discursivas que conllevaron al establecimiento de regímenes autoritarios, y que despojaron a los individuos de su propia libertad (un ejemplo es la reflexión de Aldous Huxley). Para estos movimientos, la deconstrucción no es una doctrina en sí misma, sino un método, una herramienta para la creación de nuevos discursos, desprovistos de relatos hegemónicos que reproducen sistémicamente la opresión. Algo parecido deberíamos hacer en Colombia con el relato que tenemos sobre las drogas. 

Es un lugar común sostener que Colombia no puede regular el mercado de drogas, principalmente el de la hoja de coca y sus derivados como la cocaína, debido a que el derecho internacional vigente, conformado por la Convención Única sobre Estupefacientes (1961), el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas (1971) y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes (1988), así lo prohíben. A pesar de los efectos perversos que esos Tratados producen en Colombia, el relato predominante indica que dependemos de lo que pase en instancias internacionales para lograr internamente abolir el régimen prohibicionista. Sin embargo, esta supuesta obediencia no es tan simple como parece. Como se verá, dicha tensión se trata de un asunto de carácter jurídico-político que revive viejas discusiones y problemas de raigambre constitucional. 

Recientemente, la Comisión de la Verdad publicó su informe final. En dicho documento se advierten varias cosas. Una de ellas tiene que ver con el impacto de la política de drogas en el conflicto armado. Entre sus múltiples hallazgos, la Comisión de la Verdad encontró que la regulación actual de la política de drogas es incompatible con la paz, pues históricamente se trató de normas particularmente violentas con la población civil. Para esa entidad, la injerencia de los Estados Unidos en asuntos internos se manifestó, principalmente, en políticas de seguridad y drogas. Esta visión, apoyada en la tesis del enemigo interno y el prohibicionismo, desencadenó una estrategia de guerra en la que una parte del conflicto quiso debilitar financiera, política y militarmente a su contendor, e implantar una cultura política propia: la guerra contra-insurgente. En ese camino, se crearon normas que materialmente estigmatizaron a comunidades rurales, provocando graves violaciones de derechos humanos en contra de la población civil (encarcelamiento masivo de mujeres rurales, aspersión aérea, falsos positivos, desplazamientos forzados, despojo de tierras, estigmatización, persecución y exterminio de comunidades rurales, entre otros).  

Conforme con los anteriores hallazgos, la aplicación irrestricta del derecho internacional supone la reproducción de normas y directrices que en un país como Colombia, profundizan la violencia. No sucede lo mismo en países con desarrollo económico y garantías democráticas. En nuestro país, esta regulación es incompatible con nuestro pacto de paz y, como consecuencia de ello, con la Constitución. La pregunta lógica es: ¿Qué pasa, entonces, si un Tratado Internacional es incompatible con la paz y la reconciliación en Colombia? ¿El Estado Colombiano está obligado a aplicar normas que, basados en la evidencia, han propiciado crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra? ¿Qué prevalece en Colombia, la Constitución o las obligaciones internacionales adquiridas por los Gobiernos de turno? Sobre estos asuntos, la Corte Constitucional y otros países ya nos han dado luces al respecto.  

Por una parte, dicha Corporación ha reconocido que la Constitución es la norma más importante en nuestro país y que, incluso, tratados y decisiones internacionales, no pueden desconocer sus disposiciones, límites o derechos fundamentales contenidos en ella. Tal es el caso de la Sentencia C-269 de 2014 sobre Nicaragua vs. Colombia (M.P. Mauricio González Cuervo). En aquella decisión, entre muchos otros asuntos, la Corte Constitucional debía resolver si una sentencia proferida por la Corte Internacional de Justicia de la Haya, podría modificar, de iure, los límites territoriales previstos en la Constitución Colombiana. 

No resultó tan obvia la aplicación irrestricta del Pacto de Bogotá, ni tampoco de la sentencia emitida por la Corte de la Haya que nos quitaría una parte del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Para esa entidad, si bien es cierto que Colombia debe respetar el denominado principio “pacta sun servanda”, ello no implica que tales normas (y/o decisiones judiciales que los desarrollan) pudieran estar por encima del procedimiento previsto por el artículo 101 de la Constitución, que se refiere a las formas para modificar los límites territoriales. En ese sentido, insistió en el deber que tiene Colombia de resolver sus disputas diplomáticamente, pero llamó la atención sobre la imposibilidad de que, a través de una sentencia judicial internacional, se modificaran tales límites. 

Alguien podría decir que esta sentencia no es aplicable, pues una cosa son los límites territoriales de Colombia, y otra muy diferente la plena vigencia de los derechos fundamentales de los colombianos. Y tienen razón. Durante varios años, por otra parte, la Corte ha construido lo que en derecho constitucional se denomina la teoría del bloque de constitucionalidad. 

Según dicha tesis, además del texto constitucional, a la Constitución la conforman los Tratados Internacionales firmados y ratificados por Colombia, que traten sobre Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario. Al integrarse a la Constitución, tienen una jerarquía superior a la de absolutamente todas las demás normas. Bajo ese panorama, debe señalarse que la Convención Única sobre Estupefacientes (1961), el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas (1971) y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes (1988), no son tratados de derechos humanos. Quizás regulen asuntos parciales, pero, en esencia, son normas de cooperación internacional en la lucha de los Estados contra las drogas. Son jerárquicamente inferiores y, por tanto, su aplicación depende del respeto de normas con mayor jerarquía. 

Esta doctrina defendida por la Corte durante años, la de la supremacía constitucional y de los derechos humanos, ha servido para flexibilizar algunas normas previstas por el régimen prohibicionista internacional en materia de drogas; especialmente, tratándose de asuntos de paz, política criminal y salud pública. No podemos olvidar que, para el año 1994, fue proferida la sentencia C-221 que declaró inexequible la penalización de la dosis mínima (criminalización al consumo, M.P. Carlos Gaviria Díaz), haciendo énfasis en que dicha decisión no solo era compatible con obligaciones internacionales de Colombia en materia de narcotráfico, sino también con la plena vigencia de las garantías y libertades consagradas en la Constitución (ver también C-176 de 1994). Así mismo, para el año 2016 y siguientes, profirió una serie de decisiones que avalaron la constitucionalidad de las normas que desarrollaban e implementaban el Acuerdo Final de Paz, y que se relacionaban estrechamente con las obligaciones internacionales de Colombia en materia de drogas (amnistías, indultos, beneficios penales, punto 1 y 4, PNIS, etc.). Entre otras.

Pues bien, como se advierte, la Constitución sigue estando en disputa. Sin embargo, no tan cierto eso de que Colombia deba aplicar irrestrictamente el derecho internacional siempre y en todos los casos. Nuestro país tiene un margen de maniobra importante (no restringido) para regular ese mercado como un asunto de Derechos Humanos, Derecho Internacional Humanitario y Paz, no solo de salud pública (reducción de daños) o fiscalización de sustancias (prohibicionismo y política criminal). Se trata de cuestionar nuestra soberanía constitucional ante el mundo. Si algo ha cambiado la política de drogas en el ámbito internacional, ha sido la decisión soberana de países latinoamericanos (y otros) de privilegiar legítimamente su Constitución sobre los compromisos internacionales en materia de drogas (México, Uruguay, Bolivia, entre otros). Alguna vez un profesor me decía: si el derecho es opresor y, por tanto, no es emancipador, entonces no es derecho, es opresión.

* Yesid Doncel Barrera es abogado de la Universidad del Rosario con énfasis en filosofía del derecho. Ha sido docente universitario de varias Universidades en Colombia. Durante varios años trabajó en la Corte Constitucional de Colombia para luego conformar la Jurisdicción Especial para la Paz y, posteriormente, la Comisión de la Verdad, en asuntos relacionados con justicia transicional y derecho constitucional. Productor musical en formación.

Twitter: @capitanvenenoo

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