El sendero de las malocas de piedra

A tan sólo diez minutos de Florencia, un grupo de parceleros ha logrado habitar en armonía con la selva y así construir un sendero en el que se han identificado varias especies de plantas endémicas y además algunos animales en peligro de extinción  que allí habitan sin peligro.

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Oscar Neira*

Fernando Hoyos es tal vez el botánico más apasionado del Caquetá cuando se trata de describir la plantas que rodean a su parcela. Él es uno de los actores principales del proyecto ecoturístico que se ha erigido en las parcelaciones El Manantial, ubicadas en las montañas de Florencia, a diez minutos del centro de la ciudad. Se trata de toda una oferta de servicio turístico en uno de los lugares con mayor biodiversidad por metro cuadrado en el piedemonte amazónico. El sendero ecológico Moniya Amena, la maloca indígena uitoto, la maloca indígena coreguaje y las malocas naturales de piedra que el tiempo milenario ha erigido en la geografía sobre la que se ha construido El Manantial, son los lugares principales de esta aventura que enriquece el alma y el cuerpo.

Fernando esperó a Diana, Jenny, Jorge, Erika en el polideportivo de las parcelaciones, para comenzar desde temprano una caminata de por lo menos cuatro horas de puro senderismo entre la selva virgen y la quebrada El Silencio, con aguas diáfanas y piedras como huevos prehistóricos, como escribió Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad al hablar de Macondo.

 

Moniya Amena quiere decir árbol de la abundancia, explica Emilio Fiagama, un cacique indígena uitoto parcelero del lugar, quien llegó junto con Fernando y cinco integrantes más del comité de ecoturismo que se organizó para pensar en una apuesta que ayudara a conservar la riqueza natural, al tiempo que explicara a los ciudadanos la importancia de que las montañas de Florencia estuvieran protegidas de la lógica extractiva del hombre.

 

Reunidos para acompañar la caminata, el equipo ecoturístico de El Manantial señala la calle más tupida de selva para avanzar en el periplo que promete sorpresas en cada parada.

 

Mientras camina por la calle hasta el fondo, para adentrarse en la montaña, Diana Carolina Tamayo recuerda los paseos de finca y respira profundo “para respirar aire verdaderamente puro”.

 

“Yo no soy de esta geografía, yo soy de la llanura amazónica, pero ya veinte años viviendo acá me enseñaron a conocer el lugar”, dice el cacique Emilio, también experto en botánica, como Fernando, pero con el añadido de conocer la parte tradicional indígena de las plantas.

 

Emilio habla de las pendientes que desconocía hace veinte años. No le parecen extrañas las plantas, porque “ellas también viven en la llanura”. Por eso, cuando acompaña el sendero, se detiene cada diez metros para hablar del tipo de planta que está al costado. “Ésta sirve para la malaria, ésta para la agriera, ésta para la diabetes, ésta para la piel y mire ésta cómo huele de rico, está sirve para el espíritu, porque con ese olor ¿a quién no se le viene un buen pensamiento?, sonríe Emilio.

 

Todos escuchan a Emilio con atención y respiran profundo cuando al frotarse una hoja en las manos, se expele un delicioso aroma que llena de energía el ambiente. Ha estado lloviendo y el verde del monte es oscuro y brillante a la vez.

 

Fernando se adelanta para guiar al fotógrafo chileno Jorge López quien ha venido a hacer registro de la riqueza biológica y ecológica del lugar. “Es una maravilla”, dice, mientras el botánico señala una de las especies endémicas de plantas que hay en la montaña. Ya adentro en el monte, con el sendero iluminado por el sol, la pendiente comienza a aumentar su grado de inclinación. Pero el camino es seguro; el sendero está demarcado y las raíces de los árboles hacen que el terreno esté firme a manera de escalones.

 

La montaña lleva al caminante a un punto en el que naturalmente no se une con la siguiente por unos cuantos metros. Por tal motivo, la comunidad construyó un puente de madera que lleva a los caminantes por el sendero para seguir bajando a la base de la gigantesca ‘maloca de piedra’.

 

En el fondo del abismo, después de bajar por la montaña sin contratiempos, se sienten lotes de neblina, como algodón, cuando andan por la espalda. Y se sabe que es neblina porque se ve salir por un lado, dispersa pero visible. Las rocas enormes que construyeron el cajón gigante como una maloca, tienen escrito el milenario lenguaje del musgo. También sendas telarañas están en partes a las que no les llega el agua. Pero son lugares a todas luces inofensivos para el ser humano. Musgos, neblinas, arañas, mariposas y todo tipo de animal visible e invisible que habita el lugar, están bien puestos como cada piedra del lugar.

 

¡Lo logré! grita Diana ya en la base entre la gran abertura de las dos montañas.

 

Allí espera a los demás que vienen disfrutando del paisaje mientras escuchan las descripciones que hacen los guías comunitarios.

 

Luz Neira es la presidenta de la junta de acción comunal de El Manantial. Viene con su esposo, quien está pendiente de orientar el camino.

 

“Me encanta el olor de esta planta. Nosotros le decimos blanca, porque es una flor blanca”, expresa mientras está a punto de llegar con las demás personas a la base entre las montañas.

 

“Ahí lo tienen ustedes, esta es la cueva del sol, la cueva de Jitoma”, explica Fernando al llegar todos a la base de la montaña, que es el lecho de la quebrada El Silencio. Jitoma es un personaje de las leyendas uitoto y está relacionado con el sol.
“Acá vamos a pedirle a Emilio que nos acompañe en el ritual de respeto por la naturaleza”, dice Fernando.

 

Emilio pide hacer un círculo alrededor de un brazuelo de la quebrada El Silencio. “Esta es la maloca de Jitoma, es un templo de la naturaleza y le pedimos a ella permiso para caminar por sus senderos”, expresa. Entonces se agacha a la quebrada, todos también lo hacen, y toma un poco de agua en la palma de las manos y se lava la cabeza. Todos repiten el ritual y respiran profundamente el aire fresco del lugar.

 

Fernando y el fotógrafo chileno van adelante de nuevo. Más allá, a unos quinientos metros por la quebrada, se llega a la segunda maloca de piedra. Esta es más pequeña y oscura. El agua ha erigido ese lugar, lo ha tallado de tal forma que ha podido hacer cavidades bordeadas por centenares de plantas, hongos y organismos que permanecen incólumes a pesar de la cercanía de la ciudad.

 

“Acá se ha advertido de la presencia de la rana de cristal”, explica uno de los guías. “Al voltearla, su vientre es transparente y se puede ver todo el aparato digestivo, es un espectáculo muy bonito”, asegura.

 

La exuberancia es total. El Silencio es una quebrada pedregosa y sus aguas frías y diáfanas sobre todo en verano. Hay por lo menos 45 nacederos de agua identificados. Pero hay más, según el comité de ecoturismo de El Manantial.

 

La noche anterior, en la maloca del cacique Emilio ya se había hablado sobre la historia indígena de Florencia. En esas montañas anduvieron algunos abuelos que entendieron la selva y cuyas enseñanzas el cacique aplica en la actualidad para mostrar una visión distinta a la que tiene el ‘hombre blanco’ con relación a la naturaleza. La noche previa en la maloca también hace parte del recorrido. Mambe, ambil, una bebida dulce y a base de yuca llamada caguana, comida tradicional a base de yuca también y pescado, artesanías, son ofrecidas allí por doña Celina, la esposa del cacique. Ella es desana, del Vaupés.

 

En la segunda maloca de piedra, la última del recorrido, se realizó una sesión de contar historias, como la de la noche anterior a la caminata, en la maloca uitoto.

 

El regreso es igual de mágico. La luz del sol comienza a ser diferente hacia el mediodía y el paisaje va adquiriendo otros colores también. En la cúspide, la misma desde donde comenzó el recorrido, todos preguntan por las fotografías. En medio de tantas imágenes de la selva del piedemonte amazónico, es inevitable no pensar en el registro que haya quedado de la caminata.

 

Se termina así el recorrido en la maloca coreguaje, el segunda templo indígena construido en la zona, en el mismo perímetro montañoso de El Manantial. Ellos también tienen su historia del lugar. Pero todos coinciden en que Moniya Amena es el lugar con mayor conservación natural del piedemonte amazónico urbanizado. Para su visión cultural, esto es porque en el lugar hay malocas, tanto las de piedra como las de tejido de hoja de palmas amazónicas.

 

El almuerzo corre por cuenta de la comunidad. El menú es el propicio para después de una travesía por el sendero de la abundancia: jugo de piña dulce, pescado, ensaladas aderezadas con plantas del bosque, y una grata conversación sobre la experiencia de caminar por el lugar más protegido y con mayor riqueza biológica de las montañas de Florencia.

 

¿Cómo llegar?

Florencia, la capital de Caquetá, cuenta con una buena infraestructura para el transporte terrestre y aéreo. A El Manantial se puede llegar en carro, en moto, en bus urbano. Está ubicado en la parte montañosa de la ciudad, por la zona de los barrios El Ventilador y Bello Horizonte.

 

¿Con quién puedo hablar?

Luz Neira Rodríguez es la Presidenta de El Manantial. Su número de celular es: 3214932324

 

**Oscar Javier Neira Quigua nació en Florencia, estudió en el Colegio Nacional La Salle y se graduó de Comunicador Social y Periodista en la Universidad Surcolombiana de Neiva. Ha sido asistente de investigación en el Grupo Colciencias Culturas, Conflicto y Subjetividades en la Región Surcolombiana de la Facultad de Ciencias Sociales de la Usco. Ha trabajado como Director de la Emisora de la Universidad de la Amazonia, como periodista y editor de diarios como La Nación, El Líder, Extra y recientemente fue el periodista de la emisora Cristalina Estéreo. Se desencantó del ejercicio en los medios regionales y se fue a enseñar español a Zabaleta, Inspección de San José del Fragua. Estudia una especialización en pedagogía y espera escribir un libro de crónicas sobre la guerra en el Caquetá.

 

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