De cómo el Plan Colombia reinventó la guerra**

Este libro es un retrato perceptivo del ajedrez de intereses, emociones y presiones que habrían de converger en esta pieza fundamental de la “guerra mundial contra las drogas” que para siempre afectó la vida de los colombianos.

Share
cirogal
Alejandra Ciro*

Foto de portada: diariocontexto.com.ar

Drogas, bandidos y diplomáticos: Formulación de política pública de Estados Unidos hacia Colombia
Winifred Tate
Universidad del Rosario (2015)

No hay guerra “natural”

Ser colombianos de alguna forma nos hace dar por sentado que exista una “guerra contra las drogas” y que Estados Unidos gaste millones de dólares en “proveernos” helicópteros, armamento y asesoría militar para librar esa guerra. Como buen estudio antropológico, el libro de Winifred Tate nos permite dejar de ver como natural esta circunstancia.

A partir de lo que se conoce como “la antropología de la política pública”, Tate estudia el proceso de formulación del Plan Colombia. Esta antropología logra desmitificar un proceso que se nos suele presentar como racional, coherente y lineal, como es propio del ideal del Estado moderno.

Pero para la autora, tratar de aislar la política es como “asir humo” pues “hacer política públi­ca consiste en producir narrativas para justificar la acción política en el presente y para unir proyectos burocráticos discrepantes entre sí”. Así, Tate logra deshilvanar el ovillo enrevesado tras la formulación de una política particular, en este caso el Plan Colombia.

La autora se ayuda de su condición de activista de derechos humanos, labor que le permitió conocer desde adentro las batallas partidistas, burocráticas y de cabildeo que tuvieron lugar en Washington y que dieron como resultado el Plan. Esto le permitió ir más allá de las entrevistas y de los archivos desclasificados, para utilizar el método conocido como la  “observación participante”.

A partir de este punto, Tate plantea una serie de dilemas metodológicos referentes al hecho de escribir desde una “posicionalidad institucional” (sic) y reconoce que pudo tener más fácil acceso a las prácticas de los defensores de derechos humanos del que habría tenido por ejemplo el Comando Sur de las Fuerzas Armadas estadounidenses.

Desmontar mitos

Víctimas del paramilitarismo en Pueblo Bello, Cesar.
Víctimas del paramilitarismo en Pueblo Bello, Cesar.
Foto: Centro Nacional de Memoria Histórica

Drogas, bandidos y diplomáticos contiene varias líneas de análisis que merecen destacarse, pero aquí aludiré apenas a tres de ellas.

La principal es la desmitificación de la política pública para poner de relieve el papel de las emociones en el proceso de formularlas. Tate cuenta la historia del Plan Colombia no a partir de las cifras sobre la evolución de los cultivos, la fortaleza de las FARC o la crisis del Estado colombiano, como ha sido lo usual.  En vez de eso la autora pone en tela de juicio  estos puntos de partida y deja ver cómo –más que un plan objetivo y coherente contra las drogas- detrás del Plan están las luchas partidistas en el seno del Congreso de Estados Unidos (el predominio de los republicanos en la legislatura  de 1994 y la debilidad del gobierno Clinton).

Detrás del Plan también estuvo la necesidad de los militares norteamericanos de buscar una  razón de ser tras el final de la Guerra Fría (“las drogas son el comunismo de los noventas”) Con el texto de Tate, el lector encuentra cómo un asunto que a primera vista puede ser considerado individual o de salud pública, acabó por convertirse en un tema de “seguridad nacional” cuya solución pasaría por la vía militar.

El Plan surgió además de las “guerras culturales” de los ochentas, que tenían al conservatismo  preocupado por el cambio en los valores de la familia norteamericana. Las leyes antidrogas están estrechamente relacionadas con los intentos para “supervisar, asimilar o excluir ciertas clases de poblaciones consideradas amenazantes”, que no se acomodaban al ideal de la “familia norteamericana”. Por todo esto la militarización del tema de las drogas fue paralela a la militarización de la política exterior estadounidense, como se pudo ver en el menor peso del gasto en las misiones diplomáticas civiles.

Lejos de ser un proyecto lineal, el Plan Colombia entonces resultó del cabildeo desde distintos sectores y con múltiples intereses. En este marco, el trabajo de Tate pone en tela de juicio la supuesta “racionalidad” en la formulación de una política pública, al mostrar cómo ciertas emociones, valores o solidaridades tuvieron incidencia decisiva sobre el diseño del Plan Colombia.

Así, la militarización del problema corrió paralela con la exclusión de otras formas de conocimiento respecto de las drogas. En los debates del Congreso, el saber se refirió más que todo a la tecnología militar, con cierto énfasis sobre un tipo de “masculinidad” muy clara (son muy dicientes las conversaciones de Tate con congresistas y auxiliares que aluden a la “adrenalina” que sentían en sus visitas a policías y militares colombianos). Gran parte de los debates versó sobre los tipos de helicópteros más adecuados para la “guerra contra las drogas”, más que sobre el contenido o alcance de los varios programas que habría de incluir el Plan Colombia.

Por otra parte las solidaridades que entran en juego no reflejan apenas intereses objetivos sino que surgen de prácticas sociales que conllevan sentimientos. Por ejemplo: la reivindicación de policías y militares caídos en la lucha contra el narcotráfico no da espacio al sentimiento de solidaridad con los campesinos cocaleros afectados también por la violencia.

El carácter ilegal de los cultivos impidió que las organizaciones de derechos humanos  trabajaran activamente en contra de la intervención de Estados Unidos en Colombia, a la manera como entonces ocurría con sus intervenciones militares en América Central. En este punto Tate da pie a preguntarse sobre los sujetos de las solidaridades y sobre la exigencia de que las víctimas que la solicitan sean “inocentes”.

Preguntas pendientes

Soldado del Ejército Nacional.
Soldado del Ejército Nacional.
Foto: Globovisión

El libro de Tate pone en entredicho la noción de Estado y para esto apela a los que se conocen como proxies es decir, “a quienes se les asignan algunas funciones estatales sin estar sujetos ni a la regulación estatal ni a las diná­micas que caracterizan la relación Estado-ciudadano”.

Esto permite entender el papel de las ONG, -que incluso pueden conferir la condición de ciudadanos a los campesinos cocaleros que hacen sus reclamos a través de ellas- como también el de los ejércitos paramilitares, encargados del trabajo sucio de la Fuerza Pública cuando las regulaciones sobre derechos humanos por parte del gobierno de Estados Unidos aumentaron las exigencias al aparato armado oficial colombiano.

En esta misma línea, la autora pone en duda los conceptos de “ausencia del Estado”, “debilidad estatal” y “Estado fallido”. Este discurso hizo parte de la producción de conocimiento para sustentar la política de Washington: la violencia paramilitar en las regiones no era vista como “terrorismo de Estado” o como “guerra sucia” (a sabiendas del papel de la Fuerza Pública en estos hechos) sino como “ausencia” o “debilidad” del Estado colombiano – que por lo mismo tenía necesidad del apoyo militar desde Estados Unidos-.

Me quedan  varias líneas de análisis en el texto de Tate que no alcanzaré a tratar en este espacio:

  • Los dilemas que enfrenta el activismo de derechos humanos,
  • El carácter campesino de las comunidades cocaleras y sus posibilidades de incidir sobre la formulación de las políticas públicas, y
  • La pregunta por si el llamado “problema de las drogas” es problema realmente para los consumidores (o para la “juventud estadounidense”) o si no lo es más bien para los campesinos colombianos de las regiones de reciente colonización.

*Historiadora de la Universidad de los Andes, magíster en Estudios Políticos de la Universidad Nacional, investigadora del Centro de pensamiento AlaOrilladelRío.

**Este texto fue publicado originalmente en el portal RazónPública.

 

Share