El narcotráfico y el proceso de paz: mucho más que los diálogos de La Habana. Parte I

A pesar de la existencia de un importante sector de la sociedad en contra –en escenarios políticos, periodísticos, organismos de control y otros-, de numerosos intentos por desestabilizar y torpedear los diálogos, de una difícil negociación en medio del conflicto

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Petrit Baquero*

Esta ha sido una guerra de Colombia contra sí misma, con sus propios dineros y su propia sangre…

                                                                                                                                  Antonio Caballero

A pesar de la existencia de un importante sector de la sociedad en contra –en escenarios políticos, periodísticos, organismos de control y otros-, de numerosos intentos por desestabilizar y torpedear los diálogos, de una difícil negociación en medio del conflicto (que se mueve al vaivén de diferentes sucesos que son aprovechados por distintos sectores y azuzados por la prensa) y que resulta afectada por hechos como la muerte de once soldados a manos de las FARC (en un contexto en el que, por supuesto, ha habido también varios –muchos más- guerrilleros muertos), y de muchas cosas más, es evidente que los diálogos entre la guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano avanzan por buen camino. De hecho, es posible que muy pronto se inicien también los diálogos con el ELN, y que se logre un acuerdo de paz con la insurgencia.

Este contexto de negociación ha abordado temas específicos que se acordaron públicamente y que son: una política de desarrollo agrario integral, la participación política, el fin del conflicto, la solución al problema de las drogas ilícitas, las víctimas y, por supuesto, la implementación, verificación y refrendación de lo acordado. De esos puntos hay tres que, con algunos asuntos pendientes por resolver, se encuentran muy avanzados y que son la política de desarrollo agrario integral, la participación política y la denominada solución al problema de las drogas ilícitas. Sin embargo, el tema de las drogas ilícitas y los cultivos de uso ilícito, así como los acuerdos a los que se ha llegado, no contaron con suficiente atención, al punto de minimizar –e incluso, ignorar- la trascendencia de este aparte para una verdadera solución del conflicto interno, pues Colombia, en un contexto de prohibición de la producción, el transporte, la distribución y el consumo de determinadas sustancias, continúa siendo el principal proveedor de cocaína del mundo (UNODC, 2012) con organizaciones que tienen gran capacidad para ejercer violencia y controlar grandes territorios.

¿Cuándo empezó el problema?

Si bien hay antecedentes prohibicionistas en el mundo como la Ley Volstead (que prohibió la producción, distribución y venta del alcohol en Estados Unidos), la Ley Harrison (que prohibió el consumo de ciertas drogas sin prescripción médica), la Convención de Viena (que generó el marco general para la política antidroga en el mundo[1]), además de algunas leyes prohibicionistas en Colombia (Sáenz Rovner, 2009)[2], el problema de las drogas a escala global se exacerbó desde que cambió su enfoque de problema de salud pública al de su consideración como una actividad criminal y un “problema de seguridad nacional”. Esto ocurrió desde que en 1971 se declaró desde Estados Unidos la famosa “Guerra contra las drogas”, luego de que el consumo de marihuana y otras sustancias se extendiera entre la población blanca de clase media y alta. Desde ese momento, Colombia se convirtió en protagonista de primer orden de esta historia (Baquero, 2012).

En ese contexto, el conflicto interno que vivía –y vive- Colombia, empezó a alimentarse con la gran cantidad de recursos que generó la prohibición de estas sustancias, recrudecida con la “Guerra contra las drogas” de Nixon y posteriormente Reagan, que empezó a bautizar como “barones de la droga” a los extranjeros que satisfacían la creciente demanda en Estados Unidos, primero con marihuana y luego con cocaína y heroína (Caballero, 2012).

La ilegalidad del denominado narcotráfico -término equívoco ya que la cocaína no es un narcótico (Musto, 1993)- generó grandes ganancias que se convirtieron en una de las principales fuentes de financiación de la guerra en Colombia, ya que un kilo, que en Colombia puede valer alrededor de tres millones de pesos (o mucho menos), en Estados Unidos puede llegar a los US$ 40.000, sin cortarse (Baquero, 2012). Esto hizo que los denominados “carteles de la droga”, los grupos paramilitares, las guerrillas, las denominadas “Bacrim” y la delincuencia común, entre otras agrupaciones ilegales, se lucraran, enfrentaran y cooperaran –en algunos casos- por el manejo de estos grandes recursos.

Las FARC, ¿un cartel de las drogas?

Ciertos sectores han buscado deslegitimar la posibilidad de llegar a un acuerdo de paz con los grupos guerrilleros, al desconocerle a estos últimos una motivación política, pues afirman que en el país no hay un conflicto armado sino una “amenaza terrorista”. Por esto es frecuente escuchar y leer términos como “bandoleros”, “bandidos”, “narcoguerrilleros”, “terroristas”, “narcoterroristas”, entre muchos otros, pretendiendo afirmar que la única motivación que tienen estos grupos es la de su enriquecimiento individual, por lo que habría que buscar su derrota total por la vía armada o su sometimiento a la justicia colombiana sin ninguna posibilidad de negociación. Para estos sectores, las FARC no son un grupo con motivaciones políticas sino un cartel del narcotráfico, y no cualquier cartel sino el más grande de todos. Esta es, por supuesto, una percepción errónea y bastante sesgada que desconoce, en primer lugar, que las FARC no cuentan con rutas de tráfico de drogas y, en segundo lugar –y esto es lo más importante- que evidentemente existen motivaciones políticas y causas reales para la existencia de un conflicto armado en Colombia, pero que en un entorno violento y con una guerra cada vez más costosa en todo sentido, el narcotráfico exacerbó sus efectos. No sobra recordar que algunos de esos sectores que pretendieron negarle estatus político a la guerrilla buscaron otorgárselo a los paramilitares, cuestión que la Corte Suprema de Justicia (sentencia de segunda instancia, proceso No. 26945) y la Corte Constitucional (sentencia C-370) rechazaron por vicios de forma y fondo (Baquero, 2015).

En ese sentido, el gobierno colombiano ha manifestado la “necesidad de sacar a las guerrillas del negocio de las drogas” (Lozano, 2013) (la oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito (2012), indica que a las arcas de las FARC ingresaron, entre 2011 y 2012, un billón de pesos por el negocio del narcotráfico), en un escenario en que los grandes laboratorios y las zonas de cultivo han estado tradicionalmente en lugares de dominio de las FARC. Al respecto, la guerrilla ha reconocido su responsabilidad en la “intermediación” y el “cobro de impuestos” para esa actividad, aclarando que ha sido como respuesta a “una necesidad de los campesinos que viven en la pobreza” (Lozano, 2013), pero también ha recordado las estrechas –directas e indirectas- relaciones de muchos representantes de la “institucionalidad” (políticos, militares, empresarios cercanos a gobernantes) con actividades de narcotráfico (Botero, 2014), incluyendo numerosas campañas a corporaciones públicas (con casos como el proceso 8.000 y la denominada “parapolítica”, entre muchos –bastantes- otros) que llevaron a que alguna vez un importante funcionario de la DEA afirmara –con bastante doble moral, por supuesto[3]– que Colombia era una “narcodemocracia” (Orozco, 1990).

Factor de profundos desequilibrios

Con sus multimillonarios ingresos y gran capacidad de perturbación, el narcotráfico se integró en la estructura social, económica y política del país, generando grandes desequilibrios y transformaciones. Por supuesto, el conflicto armado se vio tremendamente afectado por los inmensos recursos que produce la prohibición del narcotráfico, con distintos actores que pretendieron imponerse en escenarios muy violentos, lo cual llevó a la degradación del conflicto en sus métodos y sus fines por medio de actos atroces.

En este escenario, un gran número de colombianos encontró en el cultivo de coca una verdadera alternativa de subsistencia ante un agro que continúa desprotegido y carente de oportunidades (Molano, 1987), lo cual transformó la estructura social y las actividades económicas de muchos lugares del país. Varios de los habitantes de las zonas cocaleras viven y se desplazan por territorios controlados por los grupos armados, sufriendo consecuencias a veces sangrientas por la violencia que existe en el país o la misma persecución de las autoridades que en diferentes ocasiones se han concentrado en atacar a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, como son los cultivadores y los consumidores. De igual forma, los habitantes de las zonas cocaleras han sufrido graves perjuicios para su salud por las duras condiciones de trabajo o las fumigaciones con glifosato que el gobierno colombiano continúa realizando.

De hecho, la destrucción ambiental de grandes porciones del país por la deforestación de bosques para sembrar hoja de coca y la utilización de químicos para la fabricación de cocaína, así como la fumigación de hectáreas sembradas de marihuana y coca (con el exfoliante paraquat a finales de los años setenta y con glifosato desde los años noventa), que han generado también graves perjuicios a la salud humana, son otros efectos que se viven en Colombia en ese contexto de guerra contra las drogas ilegales y toda su cadena de producción[4].

Y a pesar de todo esto, la oferta de drogas continúa, con organizaciones que manejan un millonario negocio que, además, se mueve en todo el mundo, ya sea en países productores, de tránsito o consumidores.

[1] Con graves equívocos como la permanente confusión entre coca y cocaína y la ubicación en un mismo nivel delincuencial de indígenas, campesinos, colonos, pequeños traficantes (como las llamadas “mulas”), grandes capos, traficantes de armas, importadores de insumos y lavadores de dinero.

[2] Que si bien existían no consideraban al narcotráfico –que aún no se llamaba así- como un grave problema como sí lo era, por ejemplo, el alcoholismo.

[3] Doble moral porque Estados Unidos es el primer consumidor mundial de drogas y no ha podido impedir que esas sustancias ingresen a su territorio y sean distribuidas allí masivamente. No sobra mencionar que esa “concepción moral”, que algunos rastrean en los grupos puritanos que se asentaron inicialmente en ese territorio, es muy “bien remunerada” por la gran cantidad de dinero de la droga que se queda en Estados Unidos. Por otro lado, hay que hablar de las veces que las agencias estadounidenses, en el contexto de la Guerra Fría, permitieron el tráfico de drogas para financiar sus luchas anticomunistas, sin contar la gran cantidad de recursos que obtiene la DEA, cuya existencia se sustenta en que las drogas estén prohibidas (Baquero, 2012).

[4] En el año 2013 Colombia tuvo que pagar una costosa indemnización al estado ecuatoriano que demandó al país ante el Tribunal Internacional de La Haya por los perjuicios que la fumigación con glifosato estaba causando a su población en zonas fronterizas.

*Historiador, politólogo e investigador en temas de narcotráfico, conflicto armado, música y cultura popular latinoamericana. Publicó en 2012 con la editorial Planeta El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín y actualmente produce el documental El diablo vendrá por mí. Es investigador del CINEP /PPP.    baqueropetrit@gmail.com.

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