En julio del 2017, en el portal de internet del periódico El Tiempo, se reportó una disminución de los homicidios en Colombia, en donde se pasó de 2.713 homicidios en 2002 a 210 en 2016, lo cual significa que disminuyeron en un 92,2%.[i] Puede que hayan disensos, pero las cifras de Medicina Legal deben crear un consenso en el sentido de que los diálogos en La Habana han salvado muchas vidas. Los logros y desaciertos del proceso de paz que está en curso pueden contarse por montones, sin embargo, el solo hecho de la reducción de muertes debería ser un motivo suficiente para que la mayoría de colombianos apoyara el proceso, que no es lo mismo que simpatizar con Santos.
Más de cincuenta años de conflicto parecieran haber sumido a la sociedad colombiana, y aún más a la caquetense, en un ambiente de constante incertidumbre, donde deambular con cierta libertad por algunos parajes del departamento se convertía en una empresa riesgosa, y aunque en muchas ocasiones el riesgo no existiese, la sola posibilidad de ser abordados por algún grupo de hombres armados, hacía que las personas optaran por planes diferentes. Pero se firmaron los acuerdos, y al contrario de las prácticas guerreristas de gobiernos anteriores, la realidad ha demostrado que el diálogo sí ha producido tranquilidad en un amplio sector de la población, porque a pesar de algunos fenómenos de violencia que se niegan a desaparecer, muchas personas han sentido la confianza para aventurarse hacia sitios que en otrora brindaban su seno al conflicto armado.
Tal es el caso de la vereda Anayacito, sitio donde se encuentra la cascada que lleva dicho nombre, un fenómeno natural de extraordinaria belleza que ha llamado la atención, tanto de los habitantes de El Doncello, municipio donde se encuentra ubicado, como del resto del departamento. No quisiera apelar a sensaciones metafísicas, pero cuando se llega al lugar hay cierta magia envuelta en ese espacio natural: el clima del entorno inmediato se vuelve diferente, y de repente uno se siente trasladado a un sitio peliculesco, donde la invitación a sumergirse en esas aguas casi gélidas hace que las preocupaciones se disipen de la misma forma en que el torrente se dispersa con el aire, en medio de una caída de más de 60 metros, que culmina en un pequeño lago rocoso rodeado de una brisa constante. Pero el asombro no culmina allí, si se avanza unos metros hacia arriba, muchos para el lamento de algunos extenuados turistas, se llega al punto en donde la corriente de agua va oscilando entre rápidos cristalinos y pequeños lagos azules, para luego desaparecer en el infinito, es allí donde la fotografía se vuelve ritual.
Pero no todo es como muchos quisiéramos que fuera, en el país del conformismo social y la inoperancia política, la vereda Anayacito y su quebrada de exuberante belleza no escapan a ello. Llegar hasta allá se convierte en un calvario para quien no tenga un medio de transporte con la capacidad de superar los obstáculos de una carretera que desde El Doncello asciende por una vía rústica, delgada y llena de rocas propias de la cordillera, donde el abandono estatal salta a la vista de manera profusa. El medio de transporte más usual es el viejo y siempre útil campero: vehículos en los que pagando un promedio de 10.000 pesos por persona se pueden instalar hasta 15 pasajeros distribuidos dentro y fuera del automotor, convirtiendo el ascenso en una experiencia extrema para las mentes intrépidas, o en un viaje riesgoso para los más sensatos, pues el estado de la vía y las pocas medidas de seguridad en general, son un caldo de cultivo para que afloren las situaciones calamitosas. Viendo el estado de la carretera y el gran número de personas que transitaban por ella, le pregunté al conductor del vehículo que me transportaba junto a un grupo de amigos, ¿Qué hace el gobierno municipal para mejorar el estado de la vía? El conductor, un señor entrado en años, con una prisa constante que trata de menguar con un cigarrillo, bajó la mirada en señal de decepción y respondió – si no tapan los huecos de las calles del pueblo, mucho menos van a hacer algo acá–.
Luego de más de una hora de ascenso por la cordillera se llega a la vereda. Los campesinos del lugar, interpretando la situación han adecuado un pequeño parqueadero para toda clase de vehículo que se aventure a subir. El ingreso hacia el territorio por donde pasa la quebrada es por un camino peatonal, o como lo llaman los campesinos “camino de herradura”, el cual inicia frente a una modesta vivienda, cuyo dueño no cobra por el ingreso a su tierras, pero se torna irascible cuando los turistas, incluyéndome, olvidamos la formalidad del saludo.
De ahí en adelante, el camino no distingue estratos sociales, pues en él, tanto los que llegaron en camionetas 4×4 como los que subieron en campero, moto y a pie, deben avanzar por pendientes con unas inclinaciones que no se sabe cuándo doblegan más el ímpetu de las piernas, si en el descenso o en el ascenso. Caminos construidos por los campesinos que viéndose rebasados por el flujo de turistas trazaron unos rudimentarios pero efectivos escalones que en ocasiones atraviesan cultivos de coca abandonados, quizá a la espera de que el gobierno nacional cumpla con el punto 4 de lo acordado en La Habana. El tránsito hacia la quebrada se torna lento y cansino, las bolsas con basura, vasos desechables, botellas de plástico y algunas latas de cerveza indican que el lugar ya está siendo víctima de la “mano civilizadora”. Sin embargo, al llegar, el encuentro con las aguas cristalinas hacen que todo haya valido la pena.
Ya pasaron los tiempos de las caravanas de Vive Colombia viaja por ella, esas en donde amplios sectores de la sociedad quedaban excluidos, en las que se trataba de maquillar el ambiente del país, trivializando el conflicto. Ahora el acceso a lugares comunes es más fácil, continuamos siendo una sociedad muy desigual, aún existe inseguridad, sobre todo para los líderes sociales que caen bajo el negacionismo gubernamental, seguimos teniendo pésimos sistemas de salud y educación, etc. Pero el irrefutable hecho de que tanto detractores como defensores de los acuerdos de paz puedan disfrutar de las maravillas que nos brinda la naturaleza, pues ésta no distingue color político, nos dice que como sociedad en algo se ha avanzado. Cabe esperar a que las autoridades nacionales y locales, estén a la altura de la situación generando, no solo leyes, sino acciones que fomenten el disfrute de la naturaleza, pero también su conservación y cuidado. Que no caigan en el cinismo de promocionar e invitar a lugares en los cuales no se invierte ni un peso. De querer extraer del bolsillo turista cuanta moneda éste pueda dejar, pero sin brindar un acompañamiento mínimo en educación ambiental y seguridad, puesto que una simple selfie puede convertirse en una tragedia. Que no caigan en la doble moral de vender la imagen de Colombia como un país lleno hermosos paisajes naturales, y a la vez conceder licencias de explotación minera y construcción de hidroeléctricas como la del quimbo, o la que se quiere realizar en el rio San Pedro,[ii] sobre la misma cordillera donde se encuentra Anayacito.
Querer y admirar la naturaleza, va más allá de nadar y tomarse fotos en aguas cristalinas, este ejercicio debe complementarse con el cuidado y defensa de ésta. Si me dieran a escoger, preferiría que muchos lugares siguieran siendo ajenos a la mano humana, pero las sociedades son cambiantes y debemos afrontar el reto de disfrutar cuidando, lo que la naturaleza siempre nos ha brindado, pero que el conflicto nos había negado.
[i]En la caída de homicidios se siente efecto de la paz con las Farc. (2018, enero 9). N/A. Recuperado de: http://www.eltiempo.com/justicia/servicios/disminucion-de-los-homicidios-en-colombia-por-el-proceso-de-paz-108132
[ii] Incertidumbre por estudios para la primera represa de Caquetá. (2018, enero 9). N/A. Recuperado de: https://www.las2orillas.co/incertidumbre-por-estudios-para-la-primera-represa-de-caqueta/
*Víctor Ospina Ortíz nació en Florencia, estudió en el Colegio Nacional La Salle y se graduó de Licenciado en Ciencias Sociales en la Universidad de la Amazonia de Florencia. Se desempeña como docente en la Corporación Educativa Amigos Instituto Jean Piaget. Es estudiante de maestría en educación en la Universidad de la Amazonia y espera trabajar con las comunidades rurales, haciendo énfasis en la protección del medio ambiente y la defensa del territorio. Así como también, indagar sobre la educación ambiental y el asesinato de las docentes vinculadas al sindicalismo en el Caquetá.
**Foto de portada: Cristian Trujillo.