Populismo militarista del siglo XXI: de la “lucha contra las drogas” a la “lucha contra la deforestación”

La investigación científica, el activismo conservacionista, la cooperación internacional y los intereses de incidencia política deben estar atentos a evitar otorgarle de nuevo un cheque en blanco al populismo militarista del estado colombiano. Es necesario problematizar y cuestionar posiciones acríticas u oficialistas que legitimen un proyecto anti-campesino que viene dándose a lo largo de la historia de Colombia y que tiene expresión en la expansión de la gran propiedad. La distracción de la “lucha contra la deforestación” tiene altas probabilidades de resultar en un mercado de tierras más concentrador, una extendida violación de los derechos humanos y por supuesto, las mismas o peores tasas de deforestación.

 

 

Por Estefanía Ciro

 

La herramienta principal de gobernabilidad de la derecha latinoamericana en América Latina se basa en lo que podría denominar como populismo militarista del siglo XXI. Como Foucault lo ha señalado, la guerra no solo se convirtió en una expresión geopolítica de las relaciones entre naciones sino en una forma muy eficiente de control interno de la población y de los territorios de los gobiernos (Foucault 2011, Zabala 2019).

Las estrategias en ambos países siguen las mismas pautas: la elaboración del discurso que divide los espacios y ciudadanos legales/los ilegales, los buenos/los malos, con estado/sin estado. Esto redunda en la repetición infinita de que la única salida es la militarización estatal, y la conclusión de que existe un enemigo interno que se debe disciplinar, castigar y eliminar. Dos ejemplos claros y recientes han sido por un lado la experiencia del Plan Colombia en nuestro país y el de la Iniciativa Mérida en México con la invención común: la “lucha contra las drogas”. No obstante, se viene gestando uno en el escenario pos acuerdo en Colombia: “la lucha contra la deforestación”.

 

México y la “guerra contra el narco”

 

Felipe Calderón lanzó “la guerra contra el narco” que introdujo en el imaginario nacional el problema de las drogas, ese mundo “ilegal” que altera la bases morales del país. Para esto, repitió hasta el cansancio que la solución era sacar los militares a las calles – y lo hizo – y creó “los monstruos” a combatir: los cárteles.

En la realidad se convirtió en una declaración de guerra contra las clases bajas del país (principalmente jóvenes) que siguen cayendo masacre tras masacre, enfrentamiento tras enfrentamiento, balacera tras balacera sin ninguna judicialización ni investigación. Todo redunda en los militares en las calles pero sus archivos judiciales bajo murallas.

Investigadores del Centro de Investigación y Docencias Económicas (CIDE) han alarmado sobre “el uso ilegal de la fuerza letal por parte de las fuerzas federales de seguridad” y han mostrado algunos datos:

 

  1. El número de civiles muertos por soldado muerto en enfrentamientos de la Policía Federal pasó de 1 en el 2008 a 10 civiles en el 2012, y en enfrentamientos con el Ejército pasó de 5.1 a 32.4 en el 2011.
  2. El índice de letalidad (la relación entre civiles muertos y civiles heridos) de la Policía Federal y SEDENA (Secretaría de Defensa Nacional) pasó de 1.5 en el 2007 a 20 civiles muertos por cada herido por parte de la Policía en el 2013 y a 14.7 por parte de SEDENA en el 2012 (Forné Silva, Pérez Correa, & Gutiérrez Rivas, 2017).

 

Un eslabón importante en la construcción del fenómeno como problema fue el uso que SEDENA hizo de la exposición pública a través de los medios de comunicación. Esto significó el aumento de este rubro de su presupuesto en un 450% entre 2007 y 2011 para la elaboración de una narrativa legitimadora de su papel de “salvaguarda de la población”. Esta transferencia de fondos públicos a privados fortaleció el duopolio televisivo de Televisa y Tv Azteca (Brambila, 2014).

El resultado de “la lucha contra el narcotráfico” redunda años después de la salida del poder de Felipe Calderón: actualmente México experimenta el récord de niveles más altos de violencia en las últimas décadas[1]. Desafortunadamente no nos sorprende que la economía de las drogas sigue sin alteración significativa, particularmente blindada en los eslabones de enriquecimiento de cuello blanco y del lavado de dinero. Siempre habrá que recordar en medio de este maremágnum de violencia estatal, la desaparición de 43 normalistas por parte del estado durante la presidencia de Enrique Peña Nieto.

Mientras tanto, el núcleo de una economía neoliberalizada desde hace 30 años sigue inalterada y teniendo efectos de desastre social en todo el país con el acaparamiento de riqueza por parte de privados de sectores clave, el deterioro de la capacidad productiva del país, de los salarios y el empleo, de las estructuras de protección social que medianamente funcionaban previamente y el aumento de los conflictos por explotación de recursos. La privatización de PEMEX es solo uno de los ejemplos de acciones estatales que pasaron de agache ante el centro de la atención de la opinión pública: la “guerra contra las drogas”.

 

Colombia y la “lucha contra las drogas”

 

En Colombia tuvimos nuestro populismo militarista. Esa matrioshka cuya cara externa era la “lucha contra el narcotráfico”, que escondió la cara de la lucha anti-insurgente y que en el corazón de ambas encubrió una arremetida de las élites sobre el control de recursos estratégicos. Esto en Colombia se expresa principalmente en forma de territorio, en acaparamiento de tierras.

El Plan Colombia, firmado en 1998 se materializó en la Política de Seguridad Democrática del ex presidente Álvaro Uribe Vélez y que redundó en una extendida violación de los derechos humanos en el país con la victimización de más de 6 millones y media de personas con su punto más álgido en el 2002 (CODHES). En la Amazonia y los Llanos Orientales tuvo varias expresiones nefastas entre ellas el uso incontrolado de las aspersiones aéreas (Walsh, Sánchez-Garzoli, & Salinas, 2008), la expansión del proyecto paramilitar y el acaparamiento irregular de predios baldíos (Durán Doncel, González Cortes, Llano Rodríguez, Mosquera, Pava, & Vargas).

El argumento consistió en que economías de las drogas eran un problema de seguridad nacional, el “monstruo” eran las FARC – abanderadas del “narcoterrorismo”- y los militares en el campo como la solución. La prensa y televisión – como en México – fueron aliados claves en la construcción del problema[2] y del enemigo interno – guerrilleros, oposición de izquierda, organizaciones sociales, cultivadores de coca, acompañado del aparato, doctrina y militares estadounidenses y los impuestos de sus ciudadanos.

Un sector de la academia promovió acríticamente un análisis del conflicto armado y de la producción de drogas que sirvió de insumo a este populismo militarista.

Un ejemplo de la legitimación expertos – gobierno de la “consolidación estatal” a costa de la violación de derechos humano fue el caso de La Macarena. Por un lado, el Plan de Acción Integral en La Macarena fue promovidos y evaluados bajo los criterios construidos en el discurso hegemónico de la política prohibicionista de las drogas: hectáreas de “cultivos ilícitos”, “recuperación del control territorial” y en la sempiterna y desgastada argumentación de la “ausencia del estado” (Mejía, Uribe, & Ibáñez, 2011).

Este informe reconocía una “mayor protección a los derechos humanos” y recomendaban que “las Fuerzas Militares hasta el momento han cumplido funciones adicionales a las de generar seguridad en la zona, que deberían estar a cargo de civiles” (Mejía, Uribe, & Ibáñez, 2011). La versión de organizaciones sociales regionales muestran una historia diferente marcada por desplazamientos, masacres, hostigamientos, presencia paramilitar, violación al debido proceso o desaparición forzada (Caritas Internacional; Diakonie Katastrophenhilfe; Kolko e.V.; Misereor; AGEH; terre des hommes, 2010). (ONUDDHH, 2010).

Otros insistieron en que el problema de los cultivos de coca era un asunto exclusivamente de financiamiento de guerra en el que la solución era “sacar del agua al pez”. El narcotráfico pasaba de la mano de los cárteles – que se debilitaban (¡debilitaban!)- al de los “grupos armados ilegales” – que se fortalecían-. Afirmaron en que los grupos armados expandían el cultivo de coca en el país y señalaron “de forma contundente que una de las principales causas de la expansión de la economía de la coca ha sido el conflicto armado colombiano” (Díaz & Sánchez 2004).

En contraste, las familias campesinas cultivadoras de coca y sus agencias, sus intereses y sus contradicciones quedaban ocultas ante un cultivo que se reproducía para financiar la guerra, pero nunca para superar el hambre. Entre 1996 y 2012, la posibilidad de que un cultivador o cultivadora de hoja de coca se convirtiera en un interlocutor político legítimo por parte del estado fue nula. El campesino cultivador de hoja de coca transitó entre diferentes imaginarios: colono sin raíces, destructor de la selva, títere de la guerrilla y auxiliar de los grupos armados “ilegales” (Iglesias 2003). Sobre ellos valía todo el peso de la ley en el cual se legitimaron las aspersiones aéreas sin control y el hostigamiento constante en “tierras profundas”, teatros de guerra de la “lucha anti-narcóticos” donde todo se valía (Ciro 2018).

Detrás de “la lucha contra las drogas” se ha consolidado un mercado de tierras concentrador a diferentes velocidades en el sur del país. Debido a la guerra y a la presencia de las FARC – no completamente a los manuales de convivencia-, tanto el Guaviare como el Caquetá se mantenían como zonas de difícil acceso a la “inversión privada”. Lo que se expresa en el pos acuerdo es el acaparamiento de tierras poniéndose al día de la expansión de la privatización de la tierra y su concentración que ya está consolidada en el Vichada y en el Meta. Es ese motor de despojo el que persiste, solo que ahora la estrategia lleva diferentes nombre.

 

De la “lucha contra el narcotráfico” a la “lucha contra la deforestación”.

 

La fuerza de la ley/legalidad recae en la elaboración de un discurso hegemónico que reproduce las dicotomías legal/ilegal, bueno/malo, estado/no estado, que construye un enemigo interno a quien vencer y legitima el uso de la violencia estatal militar. Adicionalmente, sirve como distractor para los intereses que se mueven de manera solapada y sigilosa. En este caso el denominador común es la tierra. Los ingredientes están puestos para la siguiente cruzada: “la lucha contra la deforestación”.

Desde el final de la presidencia de Juan Manuel Santos (2010-2018), la atención la acaparó la serranía del Chiribiquete tras la declaratoria de este lugar como Patrimonio de la Humanidad por parte de la UNESCO y el fenómeno de la deforestación. Poco a poco empezaron a aparecer en la Amazonia rubros de cooperación internacional europea para desarrollar programas de bosques y ambiente, y con ello fundaciones, programas, organizaciones, expertos, voceros y todo un ejercicio mediático suficientemente convincente para disputar recursos. Muchos de ellos apenas aparecían tarde, luego del conflicto armado, de las históricas movilizaciones en defensa del Agua en el Caquetá entre el 2013 y el 2016 o mucho después de los reclamos de las familias campesinas por la contaminación de las aspersiones aéreas durante el Plan Colombia. Hace unos meses se creó una alianza entre cooperación noruega, Revista Semana y Ministerio del Medio Ambiente- la Gran Alianza contra la Deforestación (GAD)-.

El diagnóstico mediático sobre la deforestación en el periodo posacuerdo fue tan simple como los análisis del conflicto armado de la etapa anterior: la salida de las FARC dejó “inservibles” los manuales de convivencia de las comunidades o eran ellos quieren regulaban la tumba de selva para concluir – paradójicamente- que todo era culpa de la falta de presencia del estado y la falta de presencia de las FARC.

El diagnóstico – como el sospechoso de siempre- resultó ser “la falta de estado” – ante las falta de las FARC- y de nuevo, corrió la tinta, la cámara, el helicóptero y el arma. Dos bases militares con tecnología de punta – Larandia y Tres Esquinas- al parecer no bastan para entenderse como presencia del estado colombiano; podrían ahora tener una nueva tarea en el momento en que la deforestación se convirtió en un problema de seguridad nacional.

Los medios y un sector del conservacionismo nacional se han movilizado rodeando y aplaudiendo la militarización de la política que ha tenido dos operaciones con despliegue militar, hace unos meses en San Vicente del Caguán y hace unos días sobre familias campesinas en el Guaviare. El presidente Iván Duque inauguró la campaña “Artemisa”, declaró a la deforestación como un crimen, afirmó la necesidad de proteger la “biodiversidad, las fuentes de agua, las cuencas, los páramos y ríos” convirtiéndolos en un objetivo “estratégico de seguridad nacional”.

De nuevo, la salida consiste en un ejercicio “pedagógico” (“como el de la mata que mata”) de generar conciencia (“cultura de la legalidad”), pero ante todo, un ejercicio de fuerza que como lo señaló el fiscal Nestor Humberto Martínez: “los delitos en materia de medio ambiente están saliendo de los códigos para llegar por primera vez a los juzgados”. Toda esta puesta en escena contrasta con las deficientes metas que el propio gobierno se ha planteado sobre deforestación en el marco del Plan Nacional de Desarrollo.

Los elementos para la construcción de un enemigo interno y el populismo militarista están en la mesa: un sector del conservacionismo que acríticamente aplaude el uso de la fuerza y la estigmatización, sin reconocer el cierre de posibilidades de diálogo campesinos y parques naturales por parte del propio estado, un sector de los medios de comunicación que refuerzan el uso de las vías de hecho sobre una población. Adicionalmente, unas organizaciones en disputa por los recursos de cooperación internacional que no piensan comprometerse en debates más políticos como el de las familias campesinas en los parques o en quiénes están detrás del acaparamiento de tierras.

Sin embargo “lucha contra la deforestación” no está blindada aún. Aunque algunos sectores de la ciencia, del conservacionismo o de los medios de comunicación caigan en el aplauso al populismo militarista, hay espacios de acción. Algunos periodistas se han puesto a la tarea de hacer el trabajo que la fiscalía no hace, como el de encender los focos sobre el papel del gobernador del Guaviare, Nebio Echeverry, y sus proyectos de hacer uso de “dos millones de hectáreas baldías disponibles para sembrar palma o hacer ganado”[3] o señalar las ilegalidades en la adjudicación de 6000 has de baldíos por parte de un representante a la Cámara que forzaron su devolución gracias a una investigación periodística[4]. Falta trabajo por hacer como revisar las adjudicaciones de baldíos antes, durante y después del Plan Colombia en la región amazónica.

La investigación científica, el activismo conservacionista, la cooperación internacional y los intereses de incidencia política deben estar atentos a evitar otorgarle de nuevo un cheque en blanco al populismo militarista del estado colombiano. Es necesario problematizar y cuestionar posiciones acríticas u oficialistas que legitimen un proyecto anti-campesino que viene dándose a lo largo de la historia de Colombia y que tiene expresión en la expansión de la gran propiedad. La distracción de la “lucha contra la deforestación” tiene altas probabilidades de resultar en un mercado de tierras más concentrador, una extendida violación de los derechos humanos y por supuesto, las mismas o peores tasas de deforestación.

La construcción de unas condiciones de paz no se limitan a la implementación de los acuerdos firmados entre el estado colombiano y las FARC, a la ejecución de unos PDETs o al pago de mensualidades a familias cocaleras. Es necesario destruir de una vez por todas las posibilidades de transitar de nuevo el camino del populismo militarista, los discursos reciclados de “enemigos internos”, de “legalidades” que legitiman la violencia estatal y que destruyen la urgente necesidad de grupos poblacionales específicos de acceder a ciudadanías plenas. Insistir en el aplauso a la Operación Artemisa nos devuelve a la lógica de la guerra que no solo se expresaba en combates en la selva sino en los aplausos y palmaditas en la espalda en las aulas, los laboratorios, las oficinas y los informes en las urbes.

 

 

Bibliografía

 

Caritas Internacional; Diakonie Katastrophenhilfe; Kolko e.V.; Misereor; AGEH; terre des hommes. (2010). Derecho Internacional Humanitario, derechos humanos y desarrollo local en la región de La Macarena con especial referencia al “Plan Consolidación Integral de La Macarena (PCIM)”. Bogotá.

Ciro, E. (2018). Las tierras profundas de la “lucha contra las drogas” en Colombia: la ley y la violencia estatal en la vida de los pobladores rurales del Caquetá. Revista Colombiana de Sociología , 41 (1), 105-133.

Brambila, J. A. (2014). Comunicación en la guerra contra el narcotráfico. La estrategia publicitaria de la SEDENA (2007-2011). CONfines , 10 (20), 9-33.

Díaz, A. M., & Sánchez, F. (2004). A geography of illicit crops (coca leaf) and armed conflict in Colombia. Development Research Centre, Crisis States Programme.

Durán Doncel, R., González Cortes, R., Llano Rodríguez, M., Mosquera, L., Pava, M. R., & Vargas, F. Acumulación de predios baldíos en la altillanura colombiana. Contraloría General de la Nación. Imprenta Nacional de Colombia.

Forné Silva, C., Pérez Correa, C., & Gutiérrez Rivas, R. (2017). Índice de letalidad 2008-2014: menos enfrentamientos, misma letalidad, más opacidad. Perfiles Latinoamericanos , 25 (50), 331-359.

Foucault, M. (2011). Seguridad, Territorio, Población. Buenos Aires, Argentina: Fondo de Cultura Económica.

Iglesias, J. (2003). Representaciones en el discurso estatal de los pequeños cultivadores de plantas de usos ilícitos (1994-2002). . (U. d. Andes, Ed.) Bogotá: UNIANDES, Tesis de Licenciatura en Antropología. .

Mejía, D., Uribe, M. J., & Ibáñez, A. M. (2011). Una evaluación del Plan de Consolidación Integral de la Macarena (PCIM). Universidad de los Andes, Documento CEDE No 13, Bogotá.

ONUDDHH. (2010). Informe de la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos . Cementerio de La Macarena, Departamento del Meta. ONUDDHH, Bogotá.

Walsh, J., Sánchez-Garzoli, G., & Salinas, Y. (2008). La aspersión aérea de cultivos de uso ilícito en Colombia: una estrategia fallida. WOLA, Bogotá.

Zabala, O. (1 de Febrero de 2019). Del”narco” al “huachicolero”: crónica de una guerra inventada. Proceso .

[1] https://elpais.com/internacional/2018/08/21/mexico/1534871332_672002.html

https://www.animalpolitico.com/2019/01/2018-violencia-homicidios-delitos-mexico/

[2] Todavía es necesario sacar cuentas de la transferencia de rubros públicos a RCN y Caracol para financiar spots publicitarios. A su vez, estudiar cómo en las regiones, los batallones han financiado sus propios periodistas para influir en la opinión pública regional.

[3] https://www.elespectador.com/noticias/medio-ambiente/el-patron-del-guaviare-articulo-841454

 

[4] https://cerosetenta.uniandes.edu.co/fallo-ordena-devolver-a-la-nacion-baldios-apropiados-por-congresista-uribista/?fbclid=IwAR332Bv8rNr2B3T7OXXNUaj_tF88oYe8kQJ4zEH_-QIOVkBtBduk0HoWpLY

 

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